¡Puf! El olor a comida en mi camisa es insoportable. La quiero poner a lavar, sí, pero por otro lado tenerla cerca me recuerda la tremenda bacanal de chinchulines y compañía que tuve el martes pasado.
Sí, el olor a comida en mi camisa es de verdad insoportable… y eso que ya pasó una semana.
La quiero poner a lavar, es cierto, pero por otro lado tenerla cerca me recuerda la tremenda bacanal de chinchulines, morcilla, bife de chorizo y compañía que tuve el martes pasado. Ni fui a La Cabrera ni a Le Grill, fue algo un poco más austero, digamos. “Lo de Abelardo” dudo que rasguñe un lugar entre los 50 Mejores Restaurantes del Mundo, pero que se come bien, se los aseguro.
Bolichón cerca de casa, en una esquina híper barrial de Caballito en la que, sea la hora que sea, atrapar una mesa libre es casi tan fácil como conseguir un dólar a 5 pesos. Papas fritas a la provenzal (para después dormir solo, diría mi viejo), tripa gorda, chinchulines, mollejas y todas esas achuras que se aferran a tus arterias dispuestas a hacerte reventar lo antes posible.
En fin, la cosa es que, como Dios manda, pedí un vino. ‘Un Norton Clásico, por favor’. No lo pedí caliente, pero así vino… digamos que lo sacaron de arriba de la parrilla directamente.
Dudé en pedir frappera, pero lo pensé dos veces e imaginé que seguramente no fuese a ser muy bien visto en aquellos lares. Alguna vez les conté de mis ridículos copones Riedel sacados a relucir en un campamento en la Cordillera ante la mirada jocosa de los campistas que no se habían duchado en días… bue, eso es otro tema.
Lo que nos compete es que mi Norton Clásico, literalmente, hervía sobre la mesa.
Toda teoría de temperaturas se fue al diablo. Las empanadas fritas de carne que habíamos pedido de entrada crepitaban, y no había tiempo para ninguna frappera. Pensé en el hielo, pero no quería esperar tampoco a que me lo trajeran. Había sed, mucha. ¿Entonces? Entonces me serví una generosísima cantidad en el vaso (obviamente, no pensarán que en Lo de Abelardo íbamos a encontrar delicados copones de cristal) y empiné el codo hasta el final. Creo que me quemé la lengua, pero no se imaginan cuánto lo disfruté.
Ahí mismo descarté el pedido de hielo, descarté el pedido de frappera. Y les diría que entendí que, casi siempre, lo simple se funde con lo más efectivo. El vino a temperatura ambiente, aunque signifique unos 67 grados centígrados a la sombra, es condición sine qua non para que una parrilla de barrio se enorgullezca de ser tal. Así se lo mandaba sin titubear mi abuelo Juan Carlos, en épocas de vacas gordas para la industria del vino nacional. Y no digo que a partir de ahora deje de meter mis tintos en la heladera un ratito antes de abrirlos, nada de eso.
Solo quiero reivindicar el vino a temperaturas que no son las ideales. Un Sauvignon Blanc sacado del freezer una tardecita de enero me pone la piel de gallina, y eso tampoco va bien con las reglas estrictas del vino. Pero yo así también lo disfruto y, dicen, a eso deberíamos resumirlo todo.