Toda esta semana vamos a hablar de vinos dulces. Qué son, dónde se hacen, por qué empalagan y qué tendríamos que exigirles. Dónde beberlos, a qué temperatura y, obviamente, mis recomendados. Bienvenidos.
Arranquemos con honestidad brutal.
Es difícil que a un sommelier no nos termine de convencer un estilo de vino en particular. Nos sucede que el propio trabajo te invita a beber etiquetas de lo más diversas a diario. Blancos, rosados, con burbujas, súper alcohólicos, tánicos. Dulces. Bueno; los vinos dulces no terminaron nunca de convencerme. Eso de ser empalagosos, ¿vieron?
El tema es que una noche, todo eso cambió.
Recién casado, primera cena de la luna de miel. Roma. Restaurante La Pérgola, en el Rome Cavalieri del Waldorf Astoria. Eeeeeeeeesa, qué nivel el mío. Bueno, pero así había sido.
Noche inmejorable al aire libre. Calorcito. Nada de viento. Terraza con vista a las mil cúpulas iluminadas de la capital italiana. ¿La compañía? Una diosa, obvio. Y para cerrar la noche (calculen que, para esto, ya tenía unos 3 litros de vino encima), el sommelier nos invitó una copa del Ben Ryè Passito di Pantelleria, un vino dulce italiano del que hablaremos más adelante esta semana.
Toda esa mirada antipática que tenía para con los vinos dulces cambió por completo.
Bueno… como para que no fuera así con tal entorno.
Pero la cosa es que empecé a enamorarme de a poco de ese perfil noble de los vinos acaramelados que, lejos de la simplicidad, pueden alcanzar niveles altísimos de calidad y sofisticación.
El hecho no es aislado: algunos de los exponentes más costosos y distinguidos del mundo llevan consigo una cuota generosa de azúcar residual. Los mejores oporto vintage, los grandes Sauternes, los más destacados Tokaj húngaros y así podríamos seguir hasta el hartazgo.
Miren: a los vinos dulces no hay que entenderlos como una categoría menor… definitivamente eso sería un error.
Mariano, ¿le agregamos azúcar?
No, no, no se trata de eso. En realidad, la enorme mayoría de los vinos dulces del mundo tienen esta cuota extra de dulzor de forma natural.
Existe, sí, una técnica que se conoce como “chaptalización” y cuyo objetivo, precisamente, es el de agregar azúcares al mosto que está comenzando a fermentar para así llegar a una graduación alcohólica interesante. Déjenme que me explique: en determinadas regiones vitivinícolas muy frías, es difícil alcanzar la madurez total de las uvas por una simple cuestión climática. Si aquellas uvas no llegan a madurar correctamente, entonces no tendrán un contenido de azúcar suficiente que, al final, será el que se transforme en alcohol. Por eso, frente a frutos poco maduros, podríamos obtener vinos de 5 o 6 grados… algo que, de acuerdo a las leyes locales, ni siquiera podría llamarse “vino”.
La solución la planteó el químico francés Jean-Antoine Chaptal (de aquí el nombre de la técnica), y el uso de esta herramienta comenzó a hacerse muy difundida en países como Alemania y Francia, ya que permitía la “simplificación” de la producción incluso en zonas de climas crudos.
Eso sí: en otras regiones (como por ejemplo en Sudamérica) en donde la madurez de la uva se alcanza de forma natural, la chaptalización está prohibida. En Argentina, Italia y Estados Unidos, por solo citar tres casos, esta herramienta es casi un insulto a las buenas prácticas vitivinícolas. ¿Por qué? Precisamente porque el uso de la chaptalización ha dado lugar a que en muchos casos sea usada de forma abusiva, adulterándose mostos de mala calidad y dando lugar a una competencia comercial desleal entre las distintas regiones productoras.
Entonces la pregunta sería, ¿cómo hacemos un vino dulce? Ok, mañana se los cuento.