Quiero compartir con ustedes este artículo que escribí como nota de tapa de la revista mexicana Experiencia Gourmet, con un recorrido súper veloz a través de la vitivinicultura argentina… bajo los ojos de Francia.
“La Argentina siempre ha sido un gran país vitícola y la tradición del vino no es de ayer. Por supuesto que es un país del Nuevo Mundo pero, en realidad, nada es realmente nuevo aquí”. Así suenan las palabras de Michel Rolland, quizás, el winemaker más famoso del mundo; y esas palabras en su español afrancesado tintinean casi cotidianas en tierras de Mendoza, una de las principales regiones productoras de vinos de Sudamérica.
Es que la explosión vitivinícola en Argentina llegó de la mano de inversores extranjeros que tuvieron a muchos franceses como protagonistas. Rolland es de esos: uno de los primeros enólogos que apostó al Malbec, a los viñedos de altura allí en la cumbre de los Andes y al potencial de zonas en ese entonces inexploradas para la actividad vitivinícola.
El toque francés, con sus tintos elegantes y refinados, empezó lentamente a barnizar la industria del vino local, dándole un giro completo y avalando la identidad sudamericana internacionalmente. Así, llegó a la Argentina una decena de emprendimientos manejados por manos galas de los que, quizás, el más famoso de todos es Clos de los Siete (ver recuadro aparte). Pero también la troupe Lurton, Jean Bousquet y Hervé Joyaux-Fabre, entre varios otros, se arriesgaron al desarraigo y echaron raíces bajo el cálido sol mendocino, dispuestos a hacer grandes cosas de la mano de una pequeña baya violeta.
Divino Malbec
Es una de las grandes variedades de uva del siglo XXI. Un racimo originalmente francés, de las tierras de Cahors, al sudoeste del país, aunque allí jamás salpicó tierras foráneas. Los vinos negros de Cahors (así se los llamaba debido a su intensidad cromática) eran algo toscos, de sabor intenso y ciertamente rugosos. Y una exclusiva de su zona de influencia.
Sin embargo, en el fin del mundo esa misma variedad de uva supo comportarse de una forma incomparable.
La Malbec llegó a la Argentina en 1853 de la mano del agrónomo galo (sí, claro, la influencia europea nuevamente presente) Michel Aimé Pouget, contratado para llevar adelante la dirección de la Quinta Agronómica de Mendoza, la primera casa de altos estudios en viticultura en todo Latinoamérica. Siguiendo el modelo francés, la iniciativa proponía incorporar cepas europeas como medio para mejorar la industria vitivinícola nacional, en ese entonces dominada por variedades poco apreciadas en la elaboración de vinos finos. El 17 de abril de 1853, entonces, se presentó el proyecto para fundar una Quinta Normal y una Escuela de Agricultura, dando el puntapié inicial a la reconversión de la industria en el país, cuestión que se fortalecería mucho más en nuestros días, y que los enólogos extranjeros impulsarían desde mediados de la década de los 90.
Hoy, Argentina es sinónimo de Malbec, y nada de eso parece casual. Michel Rolland retoma la idea, y lo hace con justicia: “hay una verdadera historia de amor entre la Argentina y el Malbec, y puede ser más aún entre la Cordillera de los Andes, sobre su cara Este, y el Malbec. Él encontró aquí su terroir, su verdadera expresión”.