Una cosecha a la luz de la luna, entre ráfagas de viento que amenazaban los cielos del Valle de Uco. Y yo en el medio, ensuciándome las zapatillas blancas y radiantes para cortar aquellos racimos de Chardonnay.
Les pinto la situación: 3.30 am. Shuttle de vuelta a Mendoza; minutos atrás me había despedido de Tupungato. Estoy por dormirme, hoy fue un día duro. Y en mi cabeza gira un sentimiento cómplice, así como una especie de venganza para con mi viejo. “Agarrá una pala”, me dice entre sueños.
Bueno, lo admito. Ciertamente lo mío no podría catalogarse como un trabajo hecho y derecho. No, al menos, desde el sentido más estricto. Ganarme la vida haciendo lo que más disfruto no quiero entenderlo bajo ningún aspecto como un trabajo. “Cala (así me dice mi viejo, por el crack de Chevrolet Mariano Calamante, figura del Turismo Carretera), nunca agarraste una pala”. No, no, es cierto. Pero esta noche te canto retruco.
Mis Reebok blancas y radiantes están sucias. Totalmente roñosas. Me calcé los guantes y fingí ser un tipo laburador por un rato. Y la madrugada mendocina, con su viento amenazante y sus racimos turgentes, hoy me jugó una linda pasada.
Finca Propia es un emprendimiento de Antonio Mas, un prócer de la vitivinicultura argentina, y su hijo Santiago. Y acabo de compartir junto a ellos la primera cosecha nocturna de Chardonnay, esa que en algunos meses se transformará en un espumoso que, intuyo, tendrá un sabor especialísimo en mi boca.
Déjenme que les cuente. El proyecto de Finca Propia es por demás interesante: un fideicomiso en el que los propietarios compran 8 plantas de Malbec, 8 de Cabernet Sauvignon y 8 de Chardonnay. Y el líquido que exude de ellas, obviamente. Pero el vino, que acá corta todo tangencialmente, evidentemente no es el fin. El fin es el encuentro; los tres chivos a la estaca que nos esperaban después de la vendimia; esa sensación única de pertenecer.
En una industria en la que pareciera que está todo dicho y todo hecho, Finca Propia montó un escenario distinto. Un teatro tan bien articulado que resulta imposible no sentirse parte. No creerse un viticultor laborioso, de manos ajadas, de esos que recorren la viña hasta en los sueños. La iniciativa te convence de eso… y eso es sencillamente maravilloso.
Delantal, guantes, tijeras y una linterna que me hace ver como un minero inverosímil. El humo perfumado de los chivos es un aliciente, hay que decirlo. Canasto en mano empiezo a palpar los racimos firmes de Chardonnay que esperan transformarse en vino. Y los corto. Uno, dos, tres canastos llenos que vuelco en bines, y tres gamelas que sirven de jornal.
Y acá estoy yo de nuevo, pensando en que solo voy a dormir un par de horas antes de que un despegue me acerque a casa otra vez. Pero vuelvo distinto, con un sentimiento reconfortante. Soy un viticultor, un tipo del viñedo, un par del gran Mas. Y en algo trabajé, viejo. Aunque no haya llegado todavía a la pala.