Horas, días, encerrado en una ciudad medieval que transpira vino. Se respira historia y se bebe parte de ella. Acá les cuento mis peripecias en el corazón de la Toscana. Llegamos a la cuna del Brunello, y así lo vivimos.
El viaje terminó hace apenas unos días. Era mi luna de miel pero, ustedes entenderán, el vino no podía estar ausente. Programando el viaje, fuera de los otros puntos de Grecia y Montenegro en los que pensábamos estar, queríamos visitar algún rinconcito todavía inexplorado por nosotros de los vinos de Italia. No hubo dudas: Montalcino era ese lugar.
Es una ciudad chiquita; de esas suspendidas en los tiempos medievales, con empinadas calles adoquinadas y la campiña de la Toscana como marco de fondo. Claro que llegar no es fácil y eso, quizás, es lo que lo hace todavía más atractivo.
Arribar hasta la bellísima ciudad de Siena es lo más sencillo y, desde allí, hay que recorrer unos 40 kilómetros al Sur hasta llegar a Montalcino.
Hace algunos años alquilé un auto en Burdeos. Quería conocer un puñado de bodegas por allí y, por las distancias, un automóvil propio era la alternativa más inteligente. Lo no tan inteligente fue suponer que, aun sin hablar ni una pizca de francés, comprendería perfectamente las señalizaciones de las rutas. La experiencia fue maravillosa, pero a partir de ese momento pienso dos veces el alquiler de un auto fuera de mi país. ¿Conclusión? A Montalcino llegamos en tren y colectivo, contra todas las voces que aclamaban el car rental.
Entonces en Siena tomamos un bus que nos llevó hasta la Piazza Cavour de Montalcino y, desde allí, caminamos algunas cuadras hasta Il Giglio, uno de los hospedajes de los que mejor nos habían hablado. El camino, esos escasos 500 metros peatonales, me hicieron sentir feliz: las vinotecas se cuadruplicaban a cada centímetro, encontrándose probablemente la mayor densidad de éstas de la que cualquier otro lugar del mundo podría jactarse. Era el mismísimo cielo para mí, ¿qué les puedo contar?
Respirar vino
No es como Jerez de la Frontera, en donde cada calle está impregnada con el aroma exquisito de sus bodegas, pero Montalcino está bastante cerca de eso. El vino es el eje rector indiscutido de esta ciudad de poco más de 5.000 habitantes cercada por altas murallas y, adentro, la mística de uno de los vinos más mitológicos del planeta.
La ciudad se construyó como una fortaleza durante el siglo XIV y eso se puede palpar en sus calles súper estrechas y en las varias iglesias que coronan esta ciudad que descansa sobre la cima de una colina, a 564 metros sobre el nivel del mar. Esa ubicación, que en su momento tuvo un sentido más estratégico que casual, hoy le regala al visitante paisajes fabulosos, con vistas panorámicas al Norte, Sur, Este y Oeste. ¿Qué se ve? Castillos, colinas y cultivos. ¡Ah! Y cientos de hectáreas de los viñedos de Sangiovese más cotizados del mundo.
Montalcino cuenta su historia
La ciudad está amurallada, allá arriba, en una colina que, se dice, probablemente fue habitada desde la época de los etruscos. De hecho, la primera vez que se la menciona en algunos documentos históricos fue en el año 814 d.C.; en ellos se cuenta que había una iglesia que había sido construida por los monjes de la Abadía de Sant’Antimo. Con el tiempo Montalcino tuvo un renacer, sobre todo a partir del año 1000, cuando la población de Rusellae (en aquel entonces una de las 12 ciudades de la Confederación Etrusca, de la que hoy quedan solamente sus ruinas) abandonó sus casas, huyendo hacia distintas zonas de la Toscana.
En la Edad Media a la ciudad se la reconocía por los cueros de alta calidad que producía (y sus derivados, claramente), pero luego comenzó un periodo de declive económico al que se sumó un problema aún mayor. Como Montalcino está a mitad de camino entre Roma y Florencia, a lo largo de los años fue una población completamente disputada; por momentos perteneció a Siena, aunque cuando ésta fue conquistada por Florencia y el imperio de la familia Medici, también Montalcino quedó en sus manos. Así permaneció hasta que el Gran Ducado de Toscana se unió a Italia en 1861.
Por eso es que el apogeo económico de Montalcino es reciente, y fue fundamentalmente motivado por la creciente popularidad de los Brunello. Ésta fue la excusa que encontraron para reactivar su economía, montados en el auge de los vinos en el mundo y en el justo reconocimiento de las etiquetas de la zona. Caminar por las callecitas de Montalcino nos da la razón: ingleses, alemanes, japoneses, norteamericanos; todos ellos con botellas en la mano, y con labios manchados que los delatan.